No es exagerado decir que los acontecimientos nacionales e internacionales se están alineando para una verdadera tragedia económica nacional. Casualidad o no, el mismo día que Agustín Carstens dio a conocer que dejará el Banco de México, el gobierno anuncia que para 2017 se disparará el salario mínimo en 9.58 por ciento.
El viernes dijimos que Carstens hizo bien y que una propuesta como la que le ofrecieron no se rechaza, pero quizá también lo animó el sentirse frustrado ante las pésimas decisiones económicas del gobierno federal.
Peña Nieto asegura que no se levanta pensando en ‘joder’ al país, pero sigue pareciendo lo contrario.
Y es que sin lugar a dudas disparar el salario mínimo siempre es un absurdo, pero lo es más en las actuales circunstancias del país. Con una divisa débil, una inflación que ya se está presionando al alza –y que cada vez será peor-, el populismo ganando adeptos, con una inminente renegociación del TLCAN que ya tiene detenido el flujo de inversiones hacia el país y un clima global adverso para los países emergentes, no pudo haber peor momento para hacerlo.
El salario mínimo es una sentencia legal de exclusión que prohíbe contratar en el sector formal a los más desfavorecidos en una sociedad: aquellos con menor escolaridad y cualificación. Esto no sólo es injusto sino discriminatorio, pero no les importa a quienes lo proponen porque sirve muy bien para sus fines políticos.
Los bajos ingresos –incluidos los salarios- no son una causa del bajo crecimiento económico, sino un mero síntoma, un efecto de ello. La atención debe estar entonces en qué se necesita hacer para acelerar la economía: apertura total de mercados para que el consumidor tenga el precio más competitivo posible, seguridad y un Estado de derecho que haga valer los contratos.
Guste o no, lo que gana un empleado es el precio por su labor: aquel ofrece y las empresas demandan. Sin una mayor demanda de trabajo por parte de los empleadores –que sólo existirá si hay crecimiento económico-, no será posible que los ingresos aumenten. Si se fuerza un mínimo, un trabajador que no pueda generar más que eso –como los menos cualificados y en negocios poco productivos que son la mayoría en México- será marginado para sobrevivir como pueda en la informalidad o el crimen.
Donde la demanda de trabajo es elevada, los salarios mínimos salen sobrando o de plano ni existen, y donde es baja, no sólo son insuficientes sino perjudiciales para la creación de más empleos y la conservación de los actuales.
No por nada los suizos, por ejemplo, han rechazado por amplia mayoría en sendos referéndums, tanto la imposición del que hubiese sido el salario mínimo más alto del mundo, como la “renta básica incondicional”. No necesitaron de ninguno de ellos para desarrollarse, y en cambio, llevarlos a la práctica les haría dar un giro en el sentido equivocado.
Que no exista un solo país que se haya desarrollado gracias al salario mínimo o a haber cerrado su economía para proteger a productores de la competencia exterior, es la mejor y más simple evidencia de que se requiere hacer lo contrario para conseguirlo.
Los que ya han logrado desarrollarse y sus gobiernos cometen el error de cerrarse –como lo quiere hacer Trump en Estados Unidos- o de imponer salarios mínimos arbitrariamente altos en sus jurisdicciones, van hacia atrás. Perderán lo que con esfuerzo generaciones anteriores alcanzaron. No debemos seguir ese ejemplo, sino el de los países que están en los primeros puestos del Índice de Libertad Económica.
Pese a ello, en México se sigue escuchando demagogia pura de políticos de diferentes partidos, que se aventuran a decir que los salarios NO obedecen ni tienen por qué obedecer a cuestiones económicas, y que en una sociedad ‘civilizada’ el salario mínimo debe ser decidido políticamente.
Mal hace quien en ellos cree, pues de buenas intenciones está pavimentado el camino al precipicio. No tienen esos políticos ni la mínima idea de que la economía se rige bajo sus propias leyes inmutables –y los salarios no son una excepción a ellas-, válidas en cualquier tiempo y lugar, y que intentar someterlas por medio de decretos legales conduce al desastre.
Si la economía fuese una fiel sirviente de la política, quizá Venezuela, Corea del Norte o Cuba serían los más desarrollados del mundo. Un sinsentido.
En fin. Disparar el salario mínimo como se hizo no ayudará en nada a reducir la pobreza, pero se ha abierto una ventana muy peligrosa en el peor momento, y será muy difícil volverla a cerrar.