Seguramente, y por irónico que parezca (pues nuevamente será el protagonista de este espacio), usted al igual que su servidor, ya se encuentra fastidiado de «ver hasta en la sopa» el nombre del actual presidente americano, pero en la agenda corporativa, política o económica, será el tema central por al menos hasta que culmine la década.
Si bien la última posposición de la supuesta entrada en vigor de las medidas punitivas del nuevo gobierno trumpista contra México y Canadá dejó muy en claro que se trata más de una «herramienta» de negociación para obtener un beneficio de quien aventaja que realmente de una política (basta ver cómo ha actuado frente a otras naciones durante el último mes), sería imprudente aseverar que siempre seguirá siendo así.
Explicado esto, en las últimas semanas he leído y escuchado a diversos analistas nacionales y extranjeros mostrar, desde una visión económica, su escepticismo, en torno al cumplimiento del marco comercial que propone el primer mandatario americano, pues desde sus respectivas opiniones, el más afectado (en el corto plazo) será su país.
Dichas opiniones, en efecto, son ciertas y muestra de ello es la perspectiva de los consumidores (sin importar su inclinación política) con respecto a que esperarían ser quienes más paguen (46%) los nuevos aranceles (al menos la mitad) en los productos importados (Gráfica 1).
No obstante, y haciendo mucho énfasis en la opinión que le merece a los republicanos sobre que los productores extranjeros asumirían una mayor fracción del costo, junto con otros 2 factores que explicaré más adelante (además que en el pasado ya lo hizo), no se podría descartar la imposición de los aranceles punitivos por parte de Estados Unidos de América a sus principales socios comerciales, ya sea el 4 de marzo, el 2 de abril, el 4 de mayo, el 2 de junio o en algún momento de su mandato (y, efectivamente, el día en que se publicó este artículo, aconteció).
Uno de los temas en los que prestan mayor atención los electores de cualquier lugar del mundo democrático antes de emitir su sufragio es, sin lugar a duda, la economía. Hablando de Estados Unidos de América, no es la excepción (incluso por encima de la migración irregular, de acuerdo con las encuestas de salida de las últimas elecciones).
Adentrándonos a los números, si bien la economía americana durante el gobierno de Joe Biden permaneció sólida, con su Producto Interno Bruto (PIB) registrando una expansión promedio anual de 3.2% (mayor que la de 2.6% de la primera administración Trump), una tasa de desempleo media anual de 4.8% (inferior a la de 6.4% del periodo trumpista) y la Bolsa de Valores, medida por el S&P 500, redituando 66.6% (marginalmente por encima del 64.7% del último mandato republicano), la inflación anotó una lectura promedio de 5.0%; triplicando la tasa de 1.4% de Trump y la más alta de los últimos 40 años.
Hoy, ya con una tasa inflacionaria situada en 3.0% («medianamente» controlada), se podrán decir muchas cosas sobre los orígenes de la última espiral inflacionaria, que si fue importada, que si fue una consecuencia natural de la agresiva política fiscal anticíclica implementada por el gobierno como medida precautoria a lo largo de la pandemia de COVID-19 (iniciada durante el primer gobierno de Trump) o bien, si se trató de un grandísimo error de cálculo por parte de la FED, la realidad es que ésta es la variable que abonó al triunfo republicano en las elecciones de 2024; con el 68% de los americanos afirmando que la situación económica del país era mala y con el 46% asegurando que la situación económica de su hogar era peor que la de hace 4 años (Gráfica 2).
Claramente, la inflación no explica a la economía, pero la economía no se explicaría sin ella.
Otro factor de peso y que está relacionado con una de las mencionadas posibles causales de la espiral inflacionaria, hay una que el primer mandatario americano (indirectamente en miras de afianzar al electorado corporativo) usó como bandera en el desarrollo de su programa económico, que fue importada.
Por contraproducente que pueda parecer, desde la década pasada, varias empresas americanas han estado incursionando en un proceso de desglobalización, si bien de forma lenta (casi invisible) pero constante. Ejemplo de esto es la relocalización de puestos de trabajo desde el extranjero a la Unión Americana; destacando, la segunda economía más grande del mundo, China con 44%, y, precisamente, los principales socios comerciales de ese país, México con 21% y Canadá con 10% (Gráfica 3).
Bajo una perspectiva empresarial, las razones de este fenómeno se explicarían como una estrategia de gestión de riesgos, principalmente de corte sanitaria, geopolítica y comercial, buscando cubrirse ante escenarios como la paralización de la actividad económica durante la pandemia de COVID-19, el cierre de los gasoductos en Europa Oriental y las restricciones para comerciar cereales y metales ante el estallido de la guerra en Ucrania o las interrupciones intermitentes en las refinerías de Medio Oriente en medio del ataque de Hamás a Israel, por mencionar algunos.
En síntesis, tanto por cuestiones políticas como económicas, Trump se encuentra sumamente comprometido con sus electores, y, por lo tanto, de seguir aplazando su agenda, lo único que obtendría es la pérdida de su credibilidad y compromiso en reactivar la industria (le dejo este último comentario a su discreción).
Teniendo en cuenta lo ya señalado y pensando sobre todo en el empresariado y los inversionistas, evaluemos los efectos tangibles que se resentirán en México.
De acuerdo con datos de la Secretaría de Economía (SE), en 2023 el valor comercial de las exportaciones mexicanas a la Unión Americana totalizó US$ 440B, lo cual significó un crecimiento anual del orden de 4.02%.
Ahora bien, partiendo de ese comportamiento, es importante revisar qué estados han tendido a albergar las mayores contribuciones, pues dada su exposición, éstos podrían ser los principales afectados tras un cambio en los patrones de compra de las empresas a quienes les proveen. Comparando los diferentes marcos temporales, destacan la Ciudad de México, Chihuahua, Baja California, Nuevo León, Tamaulipas y Jalisco, que, en conjunto, durante los U10A han promediado un monto de US$ 42B (Tabla 1).
La siguiente pregunta de interés general tendría que ser qué tipo de bienes compran las compañías americanas a sus pares mexicanas.
De entrada y como es sabido, tenemos una gran producción manufacturera, la cual es altamente competitiva a nivel global por su calidad y su precio, y, por supuesto, nuestra privilegiada localización. Por ello, la lista de productos que han representado más del 50% de las ventas a la Unión Americana pertenecen primordialmente a la clasificación de bienes secundarios para diversas industrias, por mencionar algunas, la automotriz, la eléctrica y la electrónica (Tabla 2).
El último corte de información provisto por la SE (cifras revisadas), devela que, entre enero de 1999 y septiembre de 2024, Estados Unidos de América ha sido el país con la mayor contribución de flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) a México, sumando US$ 326B.
Concentrándonos en la década más reciente, encontramos que los estados con la mayor recepción son la Ciudad de México, Nuevo León, Baja California, Estado de México y Jalisco, conjugando un promedio de captación que oscila en US$ 1.5B (Tabla 3).
Al contrastar esta lista con la de los vendedores principales, lógicamente, vemos que comparte similitudes, pudiendo inferir que una parte importante de la producción situada en esas entidades federativas si bien está gestionada por mexicanos, el capital es americano, significando así un riesgo de desinversión en el mediano plazo.
Aquel que conozca y base sus decisiones con datos, saldrá victorioso en esta «nueva» etapa comercial que inició desde hace mucho.