La economía mexicana vivió por décadas en un ambiente paternalista, acuñando un término que incluso hoy se sigue escuchando, “que el gobierno te mantenga”, acostumbrada estuvo a tener al estado y a la figura del presidente como dirigente sin oposición de lo que sucedía en las finanzas públicas mexicanas. Los contra pesos son importantes, y acostumbrados al populismo setentero se desencadenaron presiones contra nuestra propia estabilidad.
Luego del comportamiento paternalista del estado mexicano se desencadenaron las crisis de la década de los ochenta con una inflación fuera de la proporción normal y un déficit fiscal incontrolable por momentos. La concentración de poderes acabó por ser nocivo para el desarrollo económico del país, esto porque grandes presiones inflacionarias golpean más fuerte a los individuos de escasos recursos. Esto fue la muestra que debía cambiar el paradigma institucional de México, y ante el problema inflacionario se dio un enorme primer paso como fue el de la instauración autonómica del Banco de México, cosa que debiese ser imitada por otros organismos dentro del estado, como lo es la Comisión Nacional de Salarios Mínimos.
La herencia de esa época es la visión de un estado paternalista, uno que controla y dirige todo el país, todos los precios, y decide en gran medida el destino del país. Ello dista de la realidad, pero la opinión popular no ha detectado el cambio estructural de un siglo a otro. No se ha aprendido que hay variables que ya no mueve directamente el estado, como lo fue la cotización del dólar que se mantuvo fija por años hasta que en la década de los noventa se convierte en flotante y así evitar las grandes devaluaciones de la moneda, apreciándose y depreciándose según el mercado en tiempo real.
Las variables flotan libremente, la injerencia del gobierno en turno se vuelve mínima, pero la visión paternalista es algo que sigue viva en muchos países del mundo, y México no es la excepción. En estos meses de campaña electoral se vuelve muy rentable para políticos el de visualizar el pasado como algo que no fue, pero que llena de nostalgia a votantes y les hace creer que recetas del pasado pueden funcionar en la actualidad.
Uno de los temas más tocados es el del precio de la gasolina, polemizado el año pasado por la liberalización y aumento sustancial de precios de 2016 a 2017, en el cual se viene la añoranza por el pasado, adoptando también la posibilidad de congelar los precios en términos reales, asumiendo que estos precios no crecieran más allá de los niveles de inflación.
En realidad para poder congelar o mover precios de bienes o servicios el estado en lo único que puede intervenir es el componente fiscal. Luego de años de subsidios al combustible hay quienes piensan que es viable determinar este esquema, subsidiando la gasolina para que baje el precio y continuar con este paternalismo que ya nos desencadenó en terribles crisis económicas durante el siglo pasado, pero ello parece volverse tema de olvido y la memoria selectiva sólo señala aquellos pasajes que refuercen muchos de los delirios de quienes ven el pasado como lo que no existió.
Sin embargo, creer que bajar precios a través de subsidios es vivir en el engaño, porque los subsidios salen de ingresos públicos que se pagan de impuestos de la población, o de deuda pública que acabará pagando los ciudadanos. De una manera u otra siempre se ha pagado el costo real de la gasolina, solamente que una parte era de forma indirecta, y ni la gente ni los medios prestaban atención a lo que estaba pasando. Y subsidios a combustibles es redirigir recursos que se necesitan con más urgencia en educación, salud y seguridad.
El estado paternalista es un deseo que permea en muchos nostálgicos que piensan que estuvimos absolutamente mejor en el siglo pasado, sin considerar que un gasto público desenfrenado acompañado de lo ineficiente que es el estado para administrar recursos, puede recordarnos del enorme fracaso que fuimos en la década de los ochenta.
David Abraham Ruiz Ruiz
Licenciado en Finanzas por la Universidad de Sonora
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