La riqueza se mide en segundos
En un mundo donde el éxito se mide en cifras, acumulación de bienes y promesas de una vida “mejor” a cambio de más esfuerzo, olvidamos que la verdadera riqueza muchas veces no se guarda en una cuenta bancaria, sino en los espacios más pequeños y valiosos de la vida cotidiana. Para muchos, la salud es el mayor tesoro; para otros, lo es la tranquilidad o el afecto de quienes aman. Sin embargo, existe una medida universal que todos compartimos por igual: el tiempo.

El tiempo es testigo silencioso de cada uno de nuestros procesos, sin distinguir niveles socioeconómicos. Aunque suene a frase gastada, todos tenemos las mismas 24 horas. Pero no todos podemos, ni sabemos, aprovecharlas. La pobreza de tiempo, aunque invisible, golpea con fuerza. A veces trabajamos más para tener más, sin darnos cuenta de que pagamos con lo que no se recupera: el descanso, la salud, la risa compartida, el abrazo que no dimos.
Antes de comenzar a hablar sobre pobreza, riqueza o éxito, es necesario detenerse a pensar en un recurso que todos tenemos, pero que no todos podemos usar de la misma forma: el tiempo. No el tiempo medido por el reloj, ni el de las listas de tareas, ni el que se va en correos, reuniones o pendientes. Se trata del tiempo que debería pertenecerle a cada persona para simplemente ser: el tiempo para descansar, para convivir, para pensar, para existir sin exigencias externas. Vivimos en una cultura que aplaude la ocupación, que valora a quien siempre está “haciendo algo”, como si la productividad constante fuera sinónimo de realización personal. Y mientras más ocupados estamos, más valiosos creemos ser. Pero, en realidad, esa lógica deja fuera a millones de personas que no eligen estar ocupadas todo el día, sino que simplemente no pueden dejar de estarlo. Porque si no trabajan más horas, no llegan a fin de mes; porque si no hacen el doble, no les alcanza lo básico; porque si no cuidan a otros, nadie más lo hará. Así, la pobreza de tiempo se instala como una forma silenciosa de desigualdad que atraviesa clases, géneros y generaciones. Y aunque no siempre se ve ni se denuncia, sus consecuencias son profundas: una vida sin pausas también es una vida sin respiro.
En esta reflexión sobre la riqueza real, conversamos con Ricardo Gutiérrez, licenciado en Economía por el Instituto Politécnico Nacional y autor de la tesis “Análisis de las políticas sustentables, caso Ciudad Rural Sustentable, Ostuacán, Chiapas (2000-2020)”, quien aporta una mirada profunda sobre la pobreza en sus múltiples dimensiones, especialmente aquellas que la economía tradicional aún no logra captar del todo.
-¿Hay otros planos de pobreza y desigualdad que no se contemplen aún en la economía?
La pobreza es un tema económico, pero no se limita exclusivamente a este ámbito. Entenderla y estudiarla no es competencia únicamente de la economía, pues no se trata simplemente de un agente económico, sino de un ser humano. El debate sobre la pobreza inició con la idea de que una persona o familia se considera pobre al estar por debajo de un determinado nivel de ingreso. Sin embargo, investigaciones han demostrado que, incluso cuando se cuenta con servicios básicos como hospitales, escuelas y empleo, la pobreza persiste, ya que trasciende lo meramente económico.
Uno de los aspectos más relevantes es la pobreza de tiempo. Una persona puede tener un empleo con ingresos elevados, pero si las condiciones laborales son adversas como jornadas extenuantes de 13 a 15 horas, desplazamientos prolongados o la imposibilidad de conciliar vida personal y trabajo, su calidad de vida se ve severamente afectada. Por ejemplo, si un individuo gana $50,000 mensuales pero dedica cuatro horas diarias al transporte, trabaja mecánicamente y apenas dispone de tiempo para dormir o convivir con su familia, su bienestar se resiente. Esta situación no solo impacta a nivel individual, sino que también puede derivar en problemas sociales, como falta de atención parental, deserción escolar o incluso conductas delictivas. Así, la pobreza de tiempo revela una dimensión más profunda vinculada a la dignidad humana, que la economía tradicional no logra captar en su totalidad.
Para abordar la pobreza de manera integral, es necesario recurrir a diversas disciplinas sociales. Un caso ilustrativo es el de las Ciudades Rurales Sustentables, un proyecto de política pública que dotó a una comunidad originaria de servicios básicos con el objetivo de reducir la pobreza. No obstante, los resultados mostraron que la pobreza no disminuyó. La explicación radica en que, para muchas comunidades, el concepto de pobreza va más allá del ingreso o la seguridad social: implica una conexión con su tierra, su cosmovisión y su identidad cultural. Ser pobre en una ciudad no es lo mismo que serlo en el campo, y estas diferencias exigen aproximaciones distintas.
Julio Boltvinik propone un marco analítico interesante al dividir la pobreza en dos dimensiones “el Estar”, relacionado con el costo de vida y las condiciones materiales y “el Ser” vinculado a aspectos como la realización personal, el arte, la familia y los afectos. Una persona puede Estar en condiciones dignas gracias a un buen salario, pero si carece de tiempo para desarrollar su Ser por ejemplo, al no poder disfrutar de su familia o dedicarse a sus pasatiempos, sigue siendo pobre en un sentido más amplio.
Esta discusión, que lleva al menos cuatro décadas en evolución, dista de concluir. En la actualidad, un enfoque prometedor es el de la economía conductual, que analiza cómo las personas toman decisiones en contextos económicos adversos. El reto no consiste únicamente en erradicar la pobreza, sino en deconstruirla, ya que aún no se comprende en su totalidad. Como bien señaló Sabato citando a Schopenhauer, a veces el progreso es meramente reactivo: reducir la pobreza puede ser un efecto del crecimiento económico, pero solo al comprender sus raíces multidimensionales se podrá avanzar hacia un verdadero desarrollo.

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Una riqueza que no se acumula
Quizá la riqueza verdadera se mide en momentos y no en cifras. En un mundo que nos exige productividad constante, recuperar el valor del tiempo ,ese que no se recupera, no se ahorra ni se compra, puede ser el mayor acto de resistencia. Porque mientras seguimos corriendo tras una idea de bienestar que muchas veces nos enferma, descuidamos lo único que realmente poseemos: los segundos que vivimos y cómo los vivimos. Y en ellos, quizás, se esconde la única riqueza que importa.
Pensar en la pobreza de tiempo como una forma de exclusión no es una exageración, es una urgencia. Porque esta pobreza, a diferencia de la económica, no se resuelve con subsidios ni con transferencias directas. Es más sutil, pero también más devastadora. Quien no tiene tiempo para sí, tampoco tiene espacio para pensar en su bienestar, para atender su salud, para nutrir sus relaciones, para desarrollarse como individuo. Es una pobreza que encierra, que reduce la vida a un constante hacer sin sentido, a sobrevivir sin vivir. Además, afecta de manera desigual: las mujeres, por ejemplo, enfrentan una doble carga que combina trabajo remunerado con tareas de cuidado no reconocidas, mientras que en los sectores más desfavorecidos se normalizan las jornadas laborales extensas como única salida. Y todo esto sucede bajo una narrativa que sigue promoviendo la “cultura del esfuerzo”, como si todo fuera cuestión de voluntad. No se trata de romantizar la lentitud ni de rechazar el trabajo duro, sino de preguntarnos si el modelo que tenemos es sostenible y para quién lo es. Tal vez la verdadera revolución no esté en producir más, sino en recuperar el derecho a tener tiempo para vivir, sentir y elegir. Porque sin ese tiempo, cualquier forma de libertad es incompleta. Replantear lo que entendemos por riqueza es también atrevernos a imaginar un mundo donde no sea necesario sacrificar la vida para ganarse la vida.
Luis Alberto Téllez
